¿Qué es la vivienda autosuficiente?
Si a principio del siglo XX se propuso que la vivienda era una -maquina de habitar- como referencia un nuevo modo de entender la construcción de los espacios habitables propios de una nueva era, en el siglo XXI nos enfrentamos al reto de la construcción de una vivienda sostenible, y en su límite, autosuficiente.
La vivienda entendida como un organismo vivo, que interactúa con su entorno, que toma recursos de él, emite y gestiona información y en su funcionamiento global es autosuficiente. Como un árbol en un campo. La vivienda, como producto inmobiliario no es el objetivo de la arquitectura avanzada. Lo es la creación de las condiciones de la habitabilidad de un individuo, que resuelve sus necesidades vitales, a diferentes escalas y en diferentes tiempos. El proyecto de habitabilidad humana se resuelve en un entorno local, a la escala del barrio, del edificio o de los propios límites individuales de una vivienda. Una vivienda autosuficiente estará conectada a este sistema local, y sabrá responder a las condiciones sociales, culturales, técnicas y económicas de su entorno. Y, al mismo tiempo, sabrá gestionar su pertenencia a una red de información a escala global, a organismos similares a él, con los que comparte recursos e información e interactúa de forma remota.
En la práctica diaria, en los países occidentales, observamos asombrados como el precio de la vivienda en las ciudades aumenta, sin que aumente de forma objetiva su valor. La vivienda pierde en gran medida su valor social para convertirse en un puro objetivo económico, en el que el valor del suelo sobre el que se asienta fija su valor de mercado. Ante esta situación cabría exigir a las propias viviendas adecuar sus cualidades específicas a su precio de mercado. Cabría exigir el diseño y la construcción de edificios que generen el 100% de la energía que consumen, que reciclen la totalidad de su agua a través de varios procesos, que reciclen los residuos que generan localmente y que, en el límite, son capaces de generar una nueva materialidad con ellos. Si en el siglo XX la alta disponibilidad y consumo de energía fueron paradigmas de desarrollo a nivel internacional, en el siglo XXI el paradigma es el ahorro y la utilización inteligente de los recursos disponibles, de forma local y entrelazada.
Y por ello, la Arquitectura tiene una nueva responsabilidad: la de ser capaz de responder a nuevas necesidades. Los barrios, los edificios o las viviendas deberían ser capaces de asumir nuevas funciones como captadores, acumuladores o transformadores de sinergias, más allá de la creación de una piel que aísla del clima cambiante del entorno. A la Arquitectura hay que exigirle más. Los arquitectos deben ser capaces de diseñar organismos habitables que desarrollen funciones e integren procesos propios del mundo natural, que antes se realizaban de forma remota en otros lugares del territorio. La subcontratación de la creación de energía en un lugar remoto parece propio de una época pasada, como era la dependencia de la computación remota para el proceso de datos.
Y por ello existe el reto de pensar cómo deben ser los edificios o las viviendas en esta nueva situación. Cómo somos capaces de evolucionar el diseño y la construcción de los edificios, de forma integral más allá de superponer soluciones tecnológicas de catálogos a edificios de catálogo. Más allá de consideraciones puramente formales sobre las que en la actualidad parece centrada la Arquitectura. La investigación en el desarrollo de materiales debe permitir una actualización de la materialidad de los edificios, para mejorar los sistemas constructivos que durante siglos han llevado al desarrollo de una arquitectura muy basada en la transformación de los materiales encontrados de forma local. Ahora es el momento de la interacción entre disciplinas y tecnologías con el fin de producir soluciones que integren diferentes ámbitos de investigación.